Hay un lugar en dónde me
siento especialmente libre, plena, fuera del mundo pero en pleno epicentro, en
paz, en armonía. Un lugar en que la lluvia no me moja, el sol no me quema y el
viento no revuelve mi corta cabellera. Es un lugar mágico. Allí estoy a salvo.
A salvo de mí misma, de mis miedos, de mis incertidumbres. Es un lugar en el
que siento el equilibrio de la vida y entre el bien y el mal me mantengo en
pie.
Allí lleve a mi 2H nada más nacer, a que se empapara de
energía. A mi 3H para que gateara por el verde y volviera a sus orígenes. Allí compartí parilladas, reuniones
familiares, de amigos, risas, algún llanto, paseos, biberones a gatitos que
estaban solos, excursiones nocturnas con frontales, capturas de animales para
taller de observación (con suelta posterior siempre), visitas al mercao los
domingos, huerta ecológica, dulce de membrillo, bonito en conserva, llagaradas
de sidra dulce con castañas, recogida de manzanas, de kiwis, de avellanas,
jarras de aguas fresca de la fuente, sobremesas de charla, cumpleaños,
lecturas “metida” por la cocina de
carbón…Allí acudí cuando el cáncer llamó a mi puerta para tratar de aislarme.
Allí me despedí y dejé a mis chicos cuando me fui a operar. Allí pasé largas
tardes de recuperación, allí desconecté de mi dolor.
Dice Pedro Guerra que en las casas antiguas algo queda de quien las vivió, y
ciertamente en esta, ha quedado lo mejor de cada uno de ellos.También es cierto que las casas no son nada sin “su
gente” y quien la habita ahora no deja de aportar momentos de alegría, despreocupación, paz y libertad.