Primavera, verano, otoño e invierno. 4 estaciones, 4
oportunidades, 4 ciclos.
Tengo
suerte. Siempre la he tenido. Sí, a pesar de las revisiones, a pesar del mazazo,
a pesar del cáncer… porque para tener
cáncer, también hay que tener suerte. Y no hablo de la fase en que se detecta,
no hablo de las sesiones de quimio, no hablo de las sesiones de radio, hablo de
la manera en que te enfrentas a tu enfermedad y de la manera en que decides vivir
tu recuperación. Hablo de la decisión de abrir los ojos a la vida y tomar
conciencia de quien eres y de dónde estás. Hablo de tirar para adelante, de
agarrarte al asiento y de pronunciar “no me moverán”. Hablo de poner buena cara
a los nubarrones y decir que estás bien con voz firme. Hablo de derrumbarte
para volver a levantarte una y mil veces. Hablo del miedo que espantas porque
no quieres ver ni de lejos y le dices que “hasta aquí”. Hablo de todo mi
equipo, el que yo ya tenía pero que tomó posiciones para ganar el partido
cuando el cáncer llegó, el equipo que no me dejó caer, que me quiso, que me
cuidó y me sujetó.
Hay
veces que las ideas están ahí, no se sabe muy bien por qué, o como han llegado,
pero están ahí. Creencias que se mantienen a lo largo de la vida, bueno, no
toda y convives con ellas sin más. He asociado las estaciones del año a
determinados estados emocionales y aún me pregunto de dónde ha salido semejante
conclusión.
La
primavera siempre me ha parecido maravillosa. Los días largos, las excursiones,
el olor de primavera, los primeros días de playa, la huerta creciendo, la luz, el sol, las flores… en primavera
nació mi 2h, mi rosa de mayo.
El
verano era mi estación preferida. Vacaciones, calorcito, paseos, fiestas,
pueblo…
El
otoño fue la estación de la tristeza, de la melancolía, en la que tocaba
desprenderse de las maravillas del verano, quedaba atrás mucha diversión.
El
invierno daba la opción del recogimiento fundamentalmente… con lo mal que se
lleva esto en determinados momento de la vida. Mucho frío, mucha casa, mucha
reunión familiar.
Reconozco
que estas convicciones cambiaron cuando un verano me tocó recibir la peor
noticia de mi vida, la que más me desestabilizó, la que hizo que esta estación
se convirtiera en un auténtico infierno. Cambió también cuando el otoño se
transformó en el momento ideal para desprenderme del horror y comenzar una
intensa recuperación. Continuó cambiando cuando florecí en invierno, un cálido
y largo invierno que dejó paso a una primavera que consolidó lo que había nacido
al amparo del dulce frío.
Yo
me siento afortunada. Quizá sea ingenua, quizá realista, quizá soñadora, quizá
objetiva, quizá libre, quizá práctica. De cualquier manera, sé dónde radica mi
suerte y por qué soy feliz. Me satisface
el día a día, la simplicidad, la facilidad y la rutina de la vida, cocinar,
leer, charlar, escribir, preparar la ropa para el día siguiente, reciclar,
recoger a los niños en el cole, observar, hacer la compra, ir a trabajar, echarme en el sofá, callar, rodar
por el suelo con mi 3h, respirar,
dormirme, amanecer un nuevo día…
Ahora
no tengo una estación “ideal”. No prefiero ninguna. Todas están bien. En todas
hay algo positivo, porque lo maravilloso no es lo que traen, sino lo que vivo. Salud.
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